
La infraestructura del siglo XXI no es intangible: depende de energía, agua y conectividad. La nube y los corredores energéticos marcan nuevos mapas de poder y desarrollo global.
La nube no flota: pesa toneladas, consume megavatios, bebe ríos y necesita permiso municipal. Si algo define la próxima ola de desarrollo, no es el sueño vaporoso del software eats the world, sino la solidez obstinada de dos infraestructuras con ambición planetaria.
Primero, la infraestructura como corredor exportador de insumos energéticos para demandas globales: gasoductos, líneas de transmisión, puertos de GNL, plantas compresoras, nodos de hidrógeno, redes de alta tensión, mineroductos y la constelación logística que hace que un electrón barato —o una molécula más limpia— pueda viajar, monetizarse y estabilizar precios a miles de kilómetros.
Segundo, la infraestructura como campo de competencia para la localización de data centers: hubs de almacenamiento que exigen energía estable y barata, clima favorable, agua disponible, garantías regulatorias, seguridad jurídica y cercanía a redes troncales de fibra y cables submarinos.
No estamos ante la infraestructura de la posguerra, aquella que respondía a demandas domésticas de reconstrucción y consumo masivo. Esta vez la demanda es global y exógena: se origina en una cybereconomía que opera en tiempo real, que premia la latencia baja y el uptime infinito, que transforma los datos en un activo —y en una dependencia—, y que reordena mapas de ventajas comparativas.
Esta nueva economía, que aparenta ser inmaterial, es en realidad profunda y quirúrgicamente física. Depende de energía, minerales críticos y agua, además de políticas de suelo y derechos de paso. Su expansión reconfigura mapas energéticos y genera nuevas tensiones territoriales: competencia por el uso de energía, presión sobre cuencas hídricas y ecosistemas, y disputa por la localización de infraestructura.
Los nuevos fundamentals
Esto nos lleva a mirar los cambios en los fundamentals de la infraestructura. En los términos tradicionales, la infraestructura representaba algo así como el espejo de la sociedad, aunque no solo la refleja, también la explica y la condiciona. Es decir, denota el grado y capacidad de desarrollo, la calidad de vida de la sociedad, el grado de cohesión social y el manejo científico de ese ecosistema social.
También cuenta una historia más profunda: la del proceso histórico de acumulación de inversiones, decisiones pasadas tanto estatales como privadas orientadas a la expansión de las capacidades locales y de los flujos que sostienen a una Nación.
En Argentina, por ejemplo, la brecha de infraestructura es relativamente baja comparada con otros países de la región, aunque nos deja con la sensación de habernos desviado de un proceso virtuoso.
Según un reciente estudio del Área de Pensamiento de la Cámara Argentina de la Construcción, la reposición de la infraestructura existente en el país equivale a 2,5 veces el PBI y su mantenimiento adecuado requiere un 5,7% anual del PBI, un entramado que en su mayoría cuenta con más de medio siglo de existencia.
En el sector energético, un problema adicional de la infraestructura —particularmente la de transporte— es que opera en tiempos desfasados respecto de las necesidades de producción y consumo.
Sus efectos sinérgicos y su resiliencia solo se vuelven evidentes cuando faltan. Y no es un rasgo exclusivo de las condiciones macroeconómicas argentinas —que permitirían explicar muy buen las demoras en la reversión del Gasoducto Norte o de la licitación para la ampliación del Gasoducto Perito Moreno— sino que pareciera que la "demora" en la ejecución es parte inherente a la propia naturaleza de este tipo de inversión.
Por ejemplo, en Estados Unidos, Waha Index que traza el precio de referencia de Permian —la Vaca Muerta de los norteamericanos— durante el 2024 cotizó en zona negativa durante 39 días: un síntoma claro del cuello de botella que generó la demora en la puesta en marcha del Matterhorn Express Pipeline.
En Japón, durante el mes de enero de 2021, la ausencia de una interconexión que amalgame entre las redes eléctricas del Este y el Oeste que operan en frecuencias diferentes, junto con una ola de frío inusual, elevó el precio de la electricidad de 10 a 250 yenes por kilovatio hora —un salto de 25 veces— y arrastró los valores del GNL y el gasoil a máximos históricos en toda Asia, situación que moldeó el 6th Strategic Energy Plan de esa Nación.
Ahora bien, la nueva infraestructura agrega nuevas dosis de torque al sistema: granjas de cómputo y la promoción de corredores energéticos que sostienen la nueva economía de datos y que representan un nuevo dinamismo a la ejecución. No obstante, esta nueva fase de desarrollo multiplica las viejas Tragedias de los Comunes.
Los comunes naturales (energía, agua, territorio) están sometidos a tensiones crecientes: los data centers consumen recursos que también necesitan los hogares y la industria. Los comunes informacionales, como los datos personales y el conocimiento público, se concentran en pocas manos, generando una enclosure digital con escaso retorno social. Y los comunes infraestructurales —las redes eléctricas, los corredores de transmisión y los parques tecnológicos— crean impactos que requieren mecanismos de compensación y gobernanza participativa.
Retos institucionales
Ahí hay un desafío institucional: cómo diseñar reglas e incentivos que equilibren crecimiento, soberanía y sustentabilidad. Requiere estados capaces de planificar y arbitrar, como también de coinvertir con visión de largo plazo. Las experiencias internacionales muestran que la falta de infraestructura o la coordinación deficiente puede paralizar economías enteras.
En el mundo que viene, el Estado que sirva será el que diseñe, arbitre y apalanque. El Estado del futuro deberá combinar varios roles con eficiencia y propósito. En definitiva, la infraestructura del futuro no es nostalgia de posguerra ni promesa etérea de apps salvadoras. Es concreto, acero y silicio para resolver una demanda global de cybereconomía que ya llegó. Corredores exportadores que moneticen electrones y moléculas con resiliencia, y anclas de cómputo que acerquen latencia y creen encadenamientos.
En ambos frentes se juega la nueva "cuestión social": energía asequible, datos como bien público, empleos que no sean apéndices de plataformas lejanas. La nube no flota, pero sí aterriza donde la invitan con energía limpia, reglas estables y ambición. Como la magdalena de Proust, cada infraestructura nos devuelve el recuerdo material de lo que fuimos y la intuición de lo que podríamos ser. Los países no se modernizan por decreto: se cablean, y en ese cableado se define, con silenciosa precisión, el tipo de sociedad que queremos ser.
Por Luciano Codeseira


